Por Miguel Rosell Carrillo
Octubre 2014
Octubre 2014
SOLI DEO GLORIA
El catolicismo romano, como lo conocemos hoy, arranca, no del siglo I, como pretende hacernos creer Roma, sino a partir del Edicto de Milán del año 313 d.C. (*)
(*) “El Edicto de Milán (en latín, Edictum Mediolanense), conocido también como “La tolerancia del cristianismo”, fue promulgado en Milán en el año 313, por el cual se establecía la libertad de religión en el Imperio romano, dando fin a las persecuciones dirigidas por las autoridades contra ciertos grupos religiosos, particularmente los cristianos. El edicto fue firmado por Constantino I el Grande y Licinio, dirigentes de los imperios romanos de Occidente y Oriente, respectivamente”.
El edicto de tolerancia, como decimos fue promulgado en el 313 d.C., pero fue bajo el emperador Teodosio en el año 380 d.C. que la religión del Imperio vino a ser el denominado cristianismo, ya muy tocado por la influencia nefasta del paganismo, puesto que la pureza de las verdaderas conversiones, se dejaba de lado, con tal de llenar los templos.
Veamos con cierto detalle el proceso.
El cristianismo no se convirtió en la religión oficial en tiempos de Constantino, pero vino a ser la religión popular, la religión del momento, pues era la que “profesaba” el emperador (aunque no fue bautizado sino hasta a punto de morir, algunos dicen que ya era un cadáver).
Siendo, vox populi, cristiano el emperador, eso fue considerado un gran triunfo del cristianismo, y en eso muchos fueron engañados y seducidos.
El cristianismo fue convirtiéndose en un ritual ceremonial, y poco más, alejándose de la verdadera espiritualidad y sencillez del Evangelio.
Las gentes en masa y en desconcierto, eran bautizadas en agua solamente, y de ese modo, los impíos y paganos se “convirtieron” en cristianos, sin serlo, y por supuesto, las costumbres y prácticas paganas fueron añadiéndose al culto cristiano. Esa práctica continuó sin freno con el catolicismo romano que conocemos.
Ya con Constantino, el emperador colmó de privilegios a los cristianos y elevó a muchos obispos a puestos relevantes, confiándoles, en ocasiones, tareas más propias de funcionarios civiles que de pastores de la Iglesia de Cristo. El contubernio estaba servido.
A cambio, Constantino no cesó de entrometerse en las cuestiones de la Iglesia, diciendo de sí mismo que era “el obispo de los de afuera” de la Iglesia. Las nefastas consecuencias de esta falaz alianza pasaron desapercibidas por todos aquellos que amaban más el mundo que el Cielo. Siendo de ese modo, muchos cristianos huyeron con sus familias a las montañas, de ahí el surgimiento del movimiento Valdense, y otros que seguramente desconocemos. “…cuando se levantan los impíos, tienen queesconderse los hombres” (Prov.28:12)
En el tiempo de Teodosio, el obispo de Roma de aquel entonces, era Dámaso I (366-384). Dámaso reclamó la colaboración del Estado para imponer decisiones eclesiásticas. Eso le encantó al emperador Teodosio.
En el año 380 d.C. selló la alianza con un decreto que exigía a todos los súbditos del Imperio que aceptaran “La religión de Pedro”, de la cual, decía, eran depositarios el obispo romano Dámaso de Roma y Pedro de Alejandría, obispo de aquella ciudad.
Este decreto, y atención a esto, ha sido calificado como “la Escritura Notarial Clásica de la Iglesia Estatal Católica”. Con ello, Dámaso, crea el concepto de “Sede Apostólica” o “Santa Sede”, y en esa línea ya se va perfilando la afirmación de la identidad del papa romano con Pedro, cosa que jamás había existido anteriormente.
La iglesia visible ya era un poder político-religioso de enorme influencia en las almas de miles de ciudadanos del Imperio Romano. Los emperadores se empezaban a dar cuenta de ese hecho y buscaban la manera de aprovecharse de ello, y en esa línea ya se va perfilando la afirmación de la identidad del papa con Pedro, como decimos.
Escribe Dave Hunt: “Dámaso...fue el primero quien, en el 382, usó la frase “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, para reclamar la autoridad espiritual suprema. Este papa sanguinario, adinerado, poderoso y extremadamente corrupto, se rodeó de lujos que habrían hecho sonrojar a un emperador. No hay forma alguna de poder justificar cualquier conexión entre él y Cristo. Sin embargo, sigue siendo un eslabón en esa cadena de alegada sucesión ininterrumpida hasta Pedro” (“A Woman Rides the Beast”, p. 108).
A partir de entonces, lo que conocemos como la Roma papal, fue desarrollándose hasta convertirse en el monstruo que fue durante la Edad Media en adelante, y el que podía haber sido si Hitler hubiera ganado la guerra. A raíz de la derrota del Eje (1945), y a partir del Concilio Vaticano II (1962), Roma ha ido mostrando en su “aggiornamento” su cara más amable y sonriente, pero no nos engañemos, es sólo una fachada, un teatro; en el fondo es siempre la misma, “Semper Eadem”, hasta que deje de existir (Ap. 17:18)
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