En el puerto de El Grove en Pontevedra, España, vivía un sacerdote llamado Meco que tenía la mala costumbre de portarse con las mujeres como si no hubiera hecho votos de celibato. El tal Meco piropeaba a cuanta mujer le caía bien, y hacía caer en su trampa a las señoras que eran fácil presa de sus galanteos y hasta a algunas que no lo eran.
Cierto día el padre Meco perdió los estribos y forzó a una mujer. Las compañeras de la víctima, al enterarse, hicieron causa común y salieron en persecución del descarado clérigo. Cuando le dieron caza, lo ajusticiaron ahí mismo. Según cuenta la crónica, lo colgaron de una higuera, pero hay quienes insisten en que lo colgaron de un campanario. De cualquier manera, de una vez por todas acabaron con la galantería y con la vida vergonzosa del sacerdote.
Los vecinos del lugar frustraron todo intento que se hizo por averiguar quién fue el autor del crimen, pues se confabularon y, cada vez que los interrogaban, respondían: «Lo matamos todos nosotros.» Con eso impidieron que concluyera satisfactoriamente la investigación.
En el caso de la muerte de Meco hubo dos grupos de personas interesadas. Mientras las unas impedían que llegara a saberse oficialmente quiénes eran los autores del crimen, las otras se morían de las ganas por saberlo. De ahí que surgiera el dicho: «¿Quién mató a Meco?» Las consumía una curiosidad natural, lo cual no tiene nada de extraño. Ante un crimen pasional como ese, lo que sí nos extrañaría es que se mostraran indiferentes. Siendo así, ¿por qué será que hay tantas personas que desconocen el crimen pasional más grande que jamás haya perpetrado la humanidad? ¿Acaso no es eso lo que sucedió cuando Jesucristo, el Hijo de Dios, murió por nuestros pecados, colgado en una cruz? Al fin y al cabo, ¿quién mató a Jesús? Esa es la pregunta que exige respuesta.
Tal vez la razón por la que tantos evitamos encarar esa pregunta es que la respuesta nos señala a nosotros mismos. Al igual que los vecinos de Pontevedra, debemos responder: «¡Lo matamos todos nosotros!», sólo que en el caso de ellos no era necesariamente la verdad, mientras que en el nuestro sí lo es.
Cuando San Pedro acusó a los judíos de matar a Jesús, crucificándolo por medio de hombres malvados,2 en cierto sentido nos estaba señalando a la vez a nosotros, pues fueron los pecados nuestros, junto con los de la humanidad de todos los tiempos, la causa fundamental de su muerte en la cruz.
Sin embargo, si bien es cierto que los autores del crimen de la Pasión de Cristo somos nosotros, el Autor intelectual de esa Pasión es Él. Nosotros dimos el golpe mortal, eso sí, pero fue Cristo quien dio el golpe de gracia; pues fue por su gracia que a todos nosotros que lo matamos nos salvó de la condenación de ese crimen que Él sabe que cometimos y que por lo tanto no tenemos que ocultar.
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